La respuesta a la inseguridad debe buscarse en la Constitución Nacional y no en el Código Penal
Tato Pavlovsky
Cada vez que como sociedad nos azota un brutal hecho de violencia, que para desgracia de todos ocurre desde siempre y con demasiada frecuencia, surgen voces que a gritos pugnan por aplicar mano dura y reducción lisa y llana a la pena de muerte.
Además de ahondar en lo que prestigiosos doctrinarios del derecho ya han desarrollado inobjetablemente sobre la ineficacia de la pena capital como factor disuasivo del delito, quizá sea necesario, desentrañar cuál es el concepto de derechos humanos que maneja el común de la gente o la gente común, más allá de los teóricos y contundentes enunciados de las declaraciones del derecho universal.
No todos conocemos de leyes, lo que no deja de ser un hecho lamentable, ya que como postulan irónicamente algunas voces anónimas “en la Argentina, todos deberíamos ser abogados... o al menos tener a mano alguno en la familia”.
Más allá de la humorada, la verdad es que no todos los ciudadanos sabemos de leyes, ni nos asiste por otro lado obligación alguna de conocer sus preceptos, pero lo que no deberíamos desconocer es que hablar de derechos humanos, es mucho más abarcador que la incuestionable y justa necesidad de denunciar represión, dictadura y crímenes de lesa humanidad, a lo que parece haber quedado circunscripto el término, a partir del momento en que, por fin, quienes decidieron vilmente los destinos de toda una generación, comenzaron a ser objeto de lo que la sociología postula como el clímax del oprobio humano: el descrédito público.
En este sentido, cuando alguna persona y más aún si está asociada a la farándula, es víctima involuntaria de un hecho delictivo, se suele escuchar y leer diariamente en los comentarios de los lectores de las ediciones on line de los medios masivos de comunicación “basta de derechos humanos sólo para algunos”, como si la finalidad de los organismos de derechos humanos fuera sólo proteger a los “delincuentes” en contra de la “sociedad”.
Por otro lado, tan sociedad como la de los “delincuentes” mal que nos pese a todos.
Y así se van ahondando las diferencias, se potencian las divisiones, y se agudiza la lucha entre los “protegidos” y “pseudo- abandonados” del sistema humanitario. Es posible que esta confusión no logre despejarse durante el proceso de instrucción escolar de nuestros jóvenes.
En oportunidad de acompañar a mi sobrino adolescente, en su abordaje de la asignatura Etica y formación ciudadana, me sorprendió advertir que luego de recitar casi de memoria cuan alumno ejemplar, la diferencia entre los derechos humanos de Primera, Segunda y Tercera generación , me descerrajó una pregunta lapidaria: “Sí, todo bien, ¿pero para qué sirven? Aquella inquietud tan ingenuamente inocente me condujo a pensar que el conocimiento abstracto de los derechos humanos, los reduce a un lugar intangible, difuso, cuasi inaplicable, y en definitiva estéril.
Y es ahí donde comienza a adquirir fundamento y cada vez más fuerza este concepto tan reaccionario, maniqueo y fascista de que los derechos humanos son sólo para algunos.
En un esforzado intento de darles carnadura, quizá sea hora de hacer el ejercicio de pensarlos desde el más incipiente y elemental de los derechos: el que garantiza el acceso a una vida digna, la salud pública, la educación, la vivienda, el trabajo, el respeto por las diferencias, la elección de la sexualidad, el no tener que cargar con el estigma del color de piel, o si se quiere, pagar el altísimo y riesgoso precio de la portación de rostro.
Los derechos humanos nos contemplan a todos.
Concebirlos de esa manera es lo que da fundamento a plantear la seguridad dentro de una profunda e integral política de Estado, que disminuya los niveles de violencia, que plantee la inclusión social, que preserve la igualdad de oportunidades, que saque a los chicos de la calle, y les permita soñar con un destino diferente y avizorar algún tipo de movilidad social ascendente, sin tener que arrojarse desde el dolor y el fracaso cotidiano a “suicidarse” en el paco, la prostitución o el alcohol.
¿Cómo intentar ensayar una modesta y humilde respuesta a tan enmarañado y ríspido interrogante? Nada fácil.
Pero, quizá como aporte, sea hora de abandonar la postura cómoda indiferente y acrítica de cuestionar el universo de tutela y alcance en defensa de los derechos humanos que asumen las instituciones públicas y comenzar a hacernos cargo como sociedad de que el hecho de que los derechos humanos sean sólo para algunos, en el caso de que realmente lo fuesen, tiene mucho, demasiado que ver con nuestra crónica indiferencia hacia lo que le sucede al semejante y el paralizante miedo y cobardía a la hora de luchar por lo que humana, ética, legítima y constitucionalmente nos corresponde.
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