Un paciente preparado para recibir
una terapia con un haz de protones en
una institución de Boston Los
dispositivos usan un haz de radiación
para destruir tejidos cancerígenos.
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En todas las industrias, salvo una, la tecnología sirve para que las cosas sean mejores y más baratas. ¿Por qué la innovación encarece la sanidad?
POR JONATHAN S. SKINNER TRADUCIDO POR LÍA MOYA (OPINNO)Como economista estudioso de la sanidad, me cuesta decidir si debo recibir a las nuevas tecnologías con los brazos abiertos o con temor. Ahora los cirujanos pueden sustituir una válvula cardiaca por una de plástico y metal que se despliega una vez enhebrada por las arterias, un tipo de reparación que antes se solía hacer abriendo el pecho del paciente. Los medicamentos personalizados contra el cáncer prometen la posibilidad de que enfermedades antes mortales ahora se curen. Pero a la vez resulta deprimente oír las proyecciones del apocalipsis fiscal que se va a producir porque los costes sanitarios están arrastrando al Gobierno de Estados Unidos hacia el endeudamiento a la vez que se carga cualquier aumento de los salarios para el estadounidense medio. Incluso una reciente reducción del gasto en sanidad simplemente sirve para posponer el momento inevitable en que Medicare, la Seguridad Social de Estados Unidos, se declare en bancarrota.
Quizá te sorprenda saber que los economistas están de acuerdo en por qué las perspectivas fiscales para la sanidad son tan poco halagüeñas: la causa es el desarrollo y difusión continuo de nuevas tecnologías, ya sean nuevos fármacos para tratar la depresión, dispositivos de apoyo al ventrículo izquierdo o desfibriladores implantables.
La tecnología no hace subir los precios en otras áreas económicas. Las mejoras en la computación proporcionan mejores productos a menor precio, y los automóviles son un buen ejemplo: con el precio ajustado a la inflación, mi Volkswagen Jetta de 1988 ahora se vendería nuevo por 22.600 dólares (unos 17.200 euros), que es más de lo que cuesta un modelo de 2013. Y prefiero el Jetta de 2013; es un coche mucho mejor (mi antiguo Jetta ni siquiera tenía asientos traseros).
En mi investigación junto con Amitabh Chandra de la Escuela Kennedy de Gobierno de la Universidad de Harvard (EE.UU.) y con la financiación del Instituto del Envejecimiento, me he estado preguntando por qué los avances en tecnología médica conducen a Estados Unidos a un mayor gasto per cápita en sanidad que cualquier otro país del mundo (ver "La medicina necesita una ley de Moore"). Hemos descubierto dos causas principales. La primera es una abrumadora cantidad de tratamientos distintos, algunos que proporcionan un valor sanitario grandísimo por dólar gastado y otros que proporcionan poco o ningún valor. El segundo es un generoso sistema de seguros (tanto privados como públicos) que paga por cualquier tratamiento que no sea perjudicial para el paciente, independientemente de su eficacia.
Creamos tres "cajones" de tratamientos, clasificados según su beneficio sanitario por dólar de gasto. La categoría con mayores beneficios incluye los antibióticos baratos para infecciones bacterianas, una escayola para una fractura simple, o aspirina y betabloqueantes para pacientes de infarto. No todos los tratamientos en esta categoría son baratos. Los fármacos antiretrovirales para los enfermos de HIV pueden tener un coste de 20.000 dólares anuales (unos 15.000 euros), pero siguen siendo un éxito tecnológico porque mantienen a los pacientes vivos año tras año.
Una segunda categoría de tecnología incluye procedimientos cuyos beneficios son sustanciales para algunos pacientes, pero no todos. La angioplastia, en la que se usa un stent metálico para abrir los vasos sanguíneos bloqueados en el corazón, es muy eficaz en términos de coste para los pacientes de infarto tratados en las 12 horas siguientes al ataque. Pero muchos más pacientes reciben el tratamiento incluso cuando el valor para ellos está mucho menos claro. Como el sistema de salud de Estados Unidos compensa generosamente la angioplastia, se use correctamente o no, el valor medio de esta innovación tiende al cero.
Una tercera categoría incluye tratamientos cuyos beneficios son pequeños o tienen poco respaldo científico. Estos incluyen caros procedimientos quirúrgicos como la fusión espinal para los dolores de espalda, los aceleradores de haces de protones para tratar el cáncer de próstata, o agresivos tratamientos para un paciente de 85 años con fallo cardiaco avanzado. Las pruebas sugieren que ninguno de estos tratamientos tienen un valor médico estudiado en comparación con alternativas más baratas. Pero si un hospital construye un acelerador de protones que cuesta 150 millones de dólares (unos 113 millones de euros), tendrá todos los incentivos del mundo para usarlo lo más frecuentemente posible, sin tener en cuenta la evidencia. Y los hospitales se están llenando de esa tecnología; la cifra de aceleradores de haces de protones en Estados Unidos no para de crecer.
Así que no es solo la "tecnología" lo que está encareciendo el coste de nuestra sanidad; es el tipo de tecnología que se desarrolla, adopta y difunde por hospitales y consultas médicas. Gran parte del aumento de la esperanza de vida deriva de la primera categoría de tratamientos. La mayor parte del aumento del gasto en sanidad deriva de la tercera categoría, cuyo desarrollo el sistema de salud de Estados Unidos, por su diseño, anima de forma única y perversa. Al contrario que muchos otros países, Estados Unidos paga casi cualquier tecnología (y a casi cualquier precio) sin tener en cuenta el valor económico. Por este motivo, desde 1980, el gasto en sanidad como porcentaje del producto interior bruto ha crecido casi tres veces más rápido en Estados Unidos que otros países desarrollados, mientras la nación se ha quedado atrás en el aumento de la esperanza de vida.
Otros investigadores han descubierto que solo un 0,5 por ciento de los estudios sobre nuevas tecnologías médicas evaluaron aquellas que funcionan igual de bien que las existentes pero cuestan menos. La ignorancia casi completa por parte de médicos y pacientes de los precios reales que se pagan por los tratamientos asegura que no se profundice en este tipo de ideas. ¿Por qué debería preocuparse un paciente con una cobertura completa de si un caro implante de cadera es realmente mejor que una alternativa que cuesta la mitad? Por otra parte los médicos casi nunca saben el coste de lo que recetan y suelen quedarse asombrados cuando se enteran.
Las implicaciones para la política de innovaciones son de dos tipos. Primero, deberíamos pagar solo las innovaciones que lo valen, pero sin dejar fuera el potencial de ideas nuevas y rompedoras que podrían funcionar a largo plazo. Dos médicos, Steven Pearson y Peter Bach, han sugerido un camino intermedio en el que Medicare cubriera estas innovaciones durante pongamos unos tres años; y si pasado este periodo sigue sin haber pruebas de su eficacia, Medicare volvería a pagar el tratamiento estándar. Igual que muchas ideas racionales, esta puede ser víctima de las luchas políticas intestinas en Washington, D.C., donde resulta polémico negar incluso tratamientos sin demostrar para pacientes moribundos.
Por este motivo, la mejor forma de que la tecnología sirva para ahorrar costes es usándola para organizar mejor el sistema de salud. Puede que Estados Unidos esté en la vanguardia mundial del desarrollo de carísimas prótesis ortopédicas, pero estamos muy por detrás a la hora de saber cómo conseguir hacer llegar los tratamientos a los pacientes que los quieren y además se podrían beneficiar de ellos. Hacerlo implica hacer hincapié en los cambios organizativos, innovaciones en la ciencia de la administración de los cuidados sanitarios, y en precios transparentes para que funcione. Esto significa diagnósticos porsmartphone, tecnología que ayude a los médicos y enfermeras a proporcionar el cuidado de mayor calidad, o incluso tapones para botes de medicamentos con sensores de movimiento que hacen saber a un enfermero cuándo el paciente no se ha tomado su dosis diaria. Los beneficios globales de la innovación en la administración de cuidados de salud podrían ser muy superiores a los que derivan de decenas de relucientes dispositivos médicos.
Jonathan S. Skinner es Profesor Presidencial de la cátedra James Freeman del departamento de económicas y profesor en el Instituto Dartmouth pata Política Sanitaria y Práctica Clínica en la Facultad de Medicina Geisel de la Universidad de Dartmouth (EE.UU.).
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