Noam Chomsky |
¿Qué lecciones nos han dejado dos décadas de una realidad mundial unipolar?
Noam Chomsky disertó largamente sobre esta pregunta y dejó en oídos del auditorio ideas sorprendentes, en una conferencia magistral en la Sala Nezahualcóyotl, transmitida en vivo por TV Unam y 12 televisoras públicas y universitarias que se enlazaron para enviar la señal a Aguascalientes, Hidalgo, Michoacán, Morelos, Puebla, Quintana Roo, San Luis Potosí, Tlaxcala, Yucatán, Durango
y Nuevo León, además de por La Jornada on line.
y Nuevo León, además de por La Jornada on line.
O la idea de que la invasión
estadounidense a Panamá, en 1989, hoy apenas una nota a pie de página para
muchos, fue en realidad la señal de que Washington iniciaba, a través de la
ficción de la guerra contra las drogas, una nueva etapa de dominación, cuando
apenas habían pasado algunas semanas de la caída del Muro de Berlín.
O bien, un dato puntual, asombroso: la
preocupación manifestada en 1990, en un taller de desarrollo de estrategias
para América Latina en el Pentágono, de que una eventual apertura democrática
en México osara desafiar a Estados Unidos. La solución propuesta fue imponer a
nuestro país un tratado que lo atara de manos con las reformas neoliberales. La
propuesta se materializó en el Tratado de Libre Comercio (TLC), que entró en
vigor en 1994.
Así, la reseña de Chomsky de las dos
últimas dos décadas llegó al momento actual, al proceso de remilitarización de
América Latina con siete nuevas bases en Colombia y la reactivación de la
Cuarta Flota de su armada.
Todo, para aterrizar en la visión de un
continente, el nuestro, que pese a todo comienza a liberarse por sí solo de
este yugo, con gobiernos que desafían las directrices de Washington, pero sobre
todo con movimientos populares de masas de gran significación.
Congruente con esta importancia que
Chomsky da a los procesos sociales y a su constante llamado a visibilizar a sus
protagonistas, al concluir su conferencia magistral y una entrevista con TV
Unam, el académico todavía tuvo fuerzas para encontrarse brevemente con
Trinidad Ramírez, dirigente del Frente de Pueblos en Defensa de la Tierra, de
San Salvador Atenco, esposa del preso político Ignacio del Valle, la cual
agradeció al conferencista que fuera firmante de la segunda campaña por la
libertad de 11 presos, le regaló su paliacate rojo y, por supuesto, también su
machete. Blanche Petrich.
A continuación se
reproducen las palabras de Noam Chomsky en la sala Nezahualcóyotl:
Al pensar en
cuestiones internacionales, es útil tener presentes varios principios de
generalidad e importancia considerables. El primero es la máxima de Tucídides:
Los fuertes hacen lo que quieren, y los débiles sufren como es menester. Esto
tiene un importante corolario: todo Estado poderoso descansa en especialistas
en apologética, cuya tarea es mostrar que lo que hacen los fuertes es noble y
justo y lo que sufren los débiles es su culpa. En el Occidente contemporáneo a
estos especialistas se les llama intelectuales y, con excepciones marginales,
cumplen su tarea asignada con habilidad y sentimientos de superioridad moral,
pese a lo disparatado de sus alegatos. Su práctica se remonta a los orígenes de
la historia de la que tenemos registro.
Los principales
arquitectos
Un segundo punto, que no hay que
olvidar, lo expresó Adam Smith. Él se refería a Inglaterra, la potencia más
grande de su tiempo, pero sus observaciones son generalizables. Smith observaba
que los principales arquitectos de políticas públicas en Inglaterra eran los
comerciantes y los fabricantes, quienes se aseguraban de que sus intereses
fueran bien servidos por tales políticas, por gravoso que fuera el efecto en
otros –incluido el pueblo de Inglaterra– y pese a la severidad que tuvieran
para quienes sufren la salvaje injusticia de los europeos en otras partes.
Smith fue una de esas raras figuras que
se apartaron de la práctica normal de retratar a Inglaterra como una potencia
angelical, única en la historia del mundo, dedicada sin egoísmo al bienestar de
los bárbaros. Un ejemplo revelador, en estos términos exactos, es un ensayo
clásico de John Stuart Mill, uno de los más decentes e inteligentes
intelectuales occidentales, en el que explicaba por qué Inglaterra tenía que
culminar su conquista de la India en aras de los más puros fines humanitarios.
Lo escribió justo en el momento de mayores atrocidades de Inglaterra en la
India, cuando el verdadero fin de una mayor conquista era permitir a Inglaterra
apoderarse del monopolio del opio y establecer la más extraordinaria empresa de
narcotráfico en la historia mundial, y así obligar a China, con lanchas
cañoneras y venenos, a aceptar las mercancías de fabricación británicas, que
China no quería.
La plegaria de Mill es la norma
cultural. La máxima de Smith es la norma histórica.
Hoy, los principales arquitectos de las
políticas públicas no son los comerciantes y los fabricantes, sino las
instituciones financieras y las corporaciones trasnacionales.
Una refinada versión actual de la
máxima de Smith es la teoría de la inversión en política, desarrollada por el
economista político Thomas Ferguson, la cual considera que las elecciones son
la ocasión para que grupos de inversionistas se unan con el fin de controlar el
Estado, en esencia comprando las elecciones.
Como muestra Ferguson, esta teoría es
un mecanismo muy bueno para predecir políticas públicas durante un periodo
largo.
Entonces, para lo ocurrido en 2008
debimos haber anticipado que los intereses de las industrias financieras
tendrían prioridad para el gobierno de Obama. Fueron sus principales
proveedoras de fondos y se inclinaron mucho más por Obama que por McCain. Y así
resultó ser.
El semanario de negocios Business Week
se ufana ahora de que la industria de las aseguradoras ganó la batalla por la
atención a la salud, y de que las instituciones financieras que crearon la
crisis actual emergen incólumes y aun fortalecidas, tras un enorme rescate
público –lo que acomoda el escenario para la siguiente crisis–, apuntan los
editores. Y añaden que otras corporaciones aprendieron valiosas lecciones de
estos triunfos y ahora organizan grandes campañas para frenar la aprobación de
cualquier medida relacionada con energía y conservación (por suave que sea),
con pleno conocimiento de que frenar esas medidas negará a sus nietos cualquier
posibilidad de supervivencia decente. Por supuesto, no es que sean malas
personas, ni son ignorantes. Ocurre que las decisiones son imperativos
institucionales. Quienes deciden no seguir las reglas son excluidos, a veces en
formas muy notables.
Las elecciones en Estados Unidos son
montajes espectaculares (extravaganzas), conducidos por la enorme industria de
las relaciones públicas que floreció hace un siglo en los países más libres del
mundo, Inglaterra y Estados Unidos, donde las luchas populares habían ganado la
suficiente libertad para que el público ya no tan fácilmente fuera controlado
por la fuerza. Entonces, los arquitectos de las políticas públicas se dieron
cuenta de que iba a ser necesario controlar las actitudes y las opiniones. Uno
de los elementos de la tarea era controlar las elecciones.
Estados Unidos no es una democracia
guiada como Irán, donde los candidatos requieren la aprobación de los clérigos
imperantes. En sociedades libres, como Estados Unidos, son las concentraciones
de capital las que aprueban candidatos y, entre quienes pasan por el filtro,
los resultados terminan casi siempre determinados por los gastos de campaña.
Los operadores políticos están siempre muy conscientes de que con frecuencia el
público disiente profundamente, en algunos puntos, de los arquitectos de las
políticas públicas. Entonces, las campañas electorales evitan ahondar en
cualquier punto y favorecen las consignas, las florituras de oratoria, las
personalidades y el chismorreo. Cada año la industria de la publicidad otorga
un premio a la mejor campaña promocional del año.
En 2008 el premio se lo llevó la
campaña de Obama, derrotando incluso a las computadoras Apple. Los ejecutivos
estaban eufóricos. Se ufanaban abiertamente de que éste era su éxito más grande
desde que comenzaron a promocionar candidatos cual si fueran pasta de dientes o
fármacos que asocian con estilos de vida, técnicas que cobraron fuerza durante
el periodo neoliberal, primero que nada con Reagan.
En los cursos de economía, uno aprende
que los mercados se basan en consumidores informados que eligen racionalmente
sus opciones. Pero quien mire un anuncio de televisión sabe que las empresas
destinan enormes recursos a crear consumidores uniformados que eligen
irracionalmente sus opciones. Los mismos dispositivos utilizados para derruir
mercados se adaptan al objetivo de socavar la democracia, creando votantes
desinformados que tomarán decisiones irracionales a partir de una limitada
serie de opciones compatibles con los intereses de los dos partidos, que a lo
sumo son facciones competidoras de un solo partido empresarial.
Tanto en el mundo de los negocios como
en el político, los arquitectos de las políticas públicas son constantemente
hostiles con los mercados y con la democracia, excepto cuando buscan ventajas
temporales. Por supuesto, la retórica puede decir otra cosa, pero los hechos
son bastante claros.
La máxima de Adam Smith tiene algunas
excepciones, que son muy instructivas. Un ejemplo contemporáneo importante son
las políticas de Washington hacia Cuba desde que ésta obtuvo su independencia,
hace 50 años. Estados Unidos es una sociedad que goza de una libertad poco
común, así que contamos con buen acceso a los registros internos que revelan el
pensamiento y los planes de los arquitectos de las políticas públicas.
A los pocos meses de la independencia
de Cuba, el gobierno de Eisenhower formuló planes secretos para derrocar al
régimen e inició programas de guerra económica y de terrorismo, cuya escala fue
aumentada bruscamente por Kennedy, y que continúan en varias formas hasta
nuestros días. Desde el inicio, la intención explícita fue castigar lo
suficiente al pueblo cubano para que derrocara al régimen criminal. Su crimen
era haber logrado desafiar políticas estadunidenses que databan de la década de
1820, cuando la doctrina Monroe declaró la intención estadunidense de dominar
el hemisferio occidental sin tolerar interferencia alguna de fuera ni de
dentro.
Aunque las políticas bipartidistas
hacia Cuba concuerdan con la máxima deTucídides, entran en conflicto con el principio
de Adam Smith, y como tales nos brindan una mirada especial sobre cómo se
configuran las políticas. Durante décadas, el pueblo estadunidense ha
favorecido la normalización de relaciones con Cuba.
Desatender la voluntad de la población
es normal, pero en este caso es más interesante que sectores poderosos del
mundo de los negocios favorezcan también la normalización: las agroempresas,
las corporaciones farmacéuticas y de energía, y otros que comúnmente fijan los
marcos de trabajo básicos para la construcción de políticas. En este caso sus
intereses son atropellados por un principio de los asuntos internacionales que no recibe el reconocimiento
apropiado en los tratados académicos en la materia: podríamos llamarlo el
principio de la Mafia.
El Padrino no tolera que nadie lo
desafíe y se salga con la suya, ni siquiera el pequeño tendero que no puede
pagarle protección. Es muy peligroso. Debe, por tanto, erradicarse brutalmente,
de tal modo que otros entiendan que desobedecer no es opción. Que alguien logre
desafiar al Amo puede volverse un virus que disemine el contagio, por tomar
prestado el término usado por Kissinger cuando se preparaba a derrocar el
gobierno de Allende. Ésa ha sido una doctrina principal en la política exterior
estadounidense durante el periodo de su dominio global y, por supuesto, tiene
muchos precedentes. Otro ejemplo, que no tengo tiempo de revisar aquí, es la
política estadounidense hacia Irán a partir de 1979.
Tomó su tiempo cumplir los objetivos
plasmados en la doctrina Monroe, y algunos de éstos siguen topándose con muchos
impedimentos. El fin último perdura y es incuestionable. Adquirió mucho mayor
significación cuando, tras la Segunda Guerra Mundial, Estados Unidos se
convirtió en una potencia global dominante y desplazó a su rival británico. La
justificación se ha analizado con lucidez.
Por ejemplo, cuando Washington se
preparaba para derrocar al gobierno de Allende, el Consejo de Seguridad
Nacional puntualizó que si Estados Unidos no lograba controlar América Latina,
no podría esperar consolidar un orden en ninguna parte del mundo, es decir,
imponer con eficacia su dominio sobre el planeta. La credibilidad de la Casa
Blanca se vería socavada, como lo expresó Henry Kissinger. Otros también
podrían intentar salirse con la suya en el desafío si el virus chileno no era destruido
antes de que diseminara el contagio. Por tanto, la democracia parlamentaria en
Chile tuvo que irse, y así ocurrió el primer 11 de septiembre, en 1973, que
está borrado de la historia en Occidente, aunque en términos de consecuencias
para Chile y más allá sobrepase, por mucho, los terribles crímenes del 11 de
septiembre de 2001.
Aunque las máximas de Tucídides y
Smith, y el principio de la Mafia, no dan cuenta de todas las decisiones de
política exterior, cubren una gama bastante amplia, como también lo hace el
corolario referente al papel de los intelectuales. No son el final de la
sabiduría, pero se encaminan a él.
Con el contexto proporcionado hasta el
momento, miremos el momento unipolar, que es el tópico de gran cantidad de
discusiones académicas y populares desde que se colapsó la Unión Soviética,
hace 20 años, dejando a Estados Unidos como la única superpotencia global en
vez de ser sólo la primera superpotencia, como antes. Aprendemos mucho acerca
de la naturaleza de la guerra fría, y del desarrollo de los acontecimientos
desde entonces, mirando cómo reacciona Washington a la desaparición de su
enemigo global, esa conspiración monolítica y despiadada para apoderarse del
mundo, como la describía Kennedy.
Unas semanas después de la caída del
Muro de Berlín, Estados Unidos invadió Panamá. El propósito era secuestrar a un
delincuente menor, que fue llevado a Florida y sentenciado por crímenes que
había cometido, en gran medida, mientras cobraba en la CIA. De valioso amigo se
convirtió en demonio malvado por intentar adoptar una actitud desafiante y
salirse con la suya, al andarse con pies de plomo en el apoyo a las guerras
terroristas de Reagan en Nicaragua.
La invasión mató a varios miles de
personas pobres en Panamá, según fuentes panameñas, y reinstauró el dominio de
los banqueros y narcotraficantes ligados a Estados Unidos. Fue apenas algo más
que una nota de pie de página en la historia, pero en algunos aspectos rompió
la tendencia. Uno de ellos fue que se hizo necesario contar con un nuevo
pretexto, y éste llegó rápido: la amenaza de narcotraficantes de origen latino
que buscan destruir a Estados Unidos. Richard Nixon ya había declarado la
guerra contra las drogas, pero ésta asumió un nuevo y significativo papel
durante el momento unipolar.
Sofisticación
tecnológica en el tercer mundo
La necesidad de un nuevo pretexto guió
también la reacción oficial en Washington ante el colapso de la superpotencia
enemiga. El gobierno de Bush padre trazó el nuevo rumbo a los pocos meses: en
resumidas cuentas, todo se mantendrá bastante igual, pero tendremos nuevos
pretextos. Todavía requerimos de un enorme sistema militar, pero ahora hay un
nuevo justificante: la sofisticación tecnológica de las potencias del tercer
mundo. Tenemos que mantener la base industrial de defensa, eufemismo para
describir la industria de alta tecnología apoyada por el Estado. Debemos
mantener fuerzas de intervención dirigidas a las regiones ricas en energéticos
de Medio Oriente, donde no haríamos responsable al Kremlin de las amenazas
significativas a nuestros intereses, a diferencia de las décadas de engaño
cuando eso ocurría.
Todo lo anterior pasó muy en silencio,
apenas si se notó. Pero para quienes confían en entender el mundo, es bastante
ilustrativo. Como pretexto para una intervención, fue útil invocar una guerra a
las drogas, pero como pretexto es muy estrecho. Se necesitaba uno de más
arrastre. Rápidamente las elites se volcaron a la tarea y cumplieron su misión.
Declararon una revolución normativa que confería a Estados Unidos el derecho a
una intervención por razones humanitarias escogida por definición, por la más
noble de las razones.
Para expresarlo con sutileza, ni las
víctimas tradicionales se inmutaron. Las conferencias de alto nivel en el Sur
global condenaron con amargura “el así llamado ‘derecho’ a una intervención
humanitaria”. Era necesario un refinamiento adicional, por lo que se diseñó el
concepto de responsabilidad de proteger. Quienes prestan atención a la historia
no se sorprenderán al descubrir que las potencias occidentales ejercen su
responsabilidad de proteger de modo muy selectivo, en adherencia estricta a las
tres máximas descritas. Los hechos perturban de tan obvios, y requieren
considerable agilidad de las clases intelectuales: otra reveladora historia que
debo dejar de lado.
Conforme el momento unipolar se
iluminó, otra cuestión que se puso al frente fue el destino de la OTAN. La
justificación tradicional para la organización era la defensa contra las
agresiones soviéticas. Al desaparecer la Unión Soviética se evaporó el
pretexto. Las almas ingenuas, que tienen fe en las doctrinas del momento, habrían
esperado que la OTAN desapareciera también; por el contrario, se expandió con
rapidez. Los detalles revelan mucho acerca de la guerra fría y de lo que
siguió. A nivel más general revelan cómo se forman y ejecutan las políticas de
los estados.
A medida que se colapsó la Unión
Soviética, Mijail Gorbachov hizo una pasmosa concesión: permitió que una
Alemania unificada se uniera a una alianza militar hostil encabezada por la
superpotencia global, pese a que Alemania por sí sola casi había destruido Rusia
en dos ocasiones durante el siglo XX. Sin embargo, fue un quid pro quo, un esto
por aquello, una reciprocidad. El gobierno de Bush prometió a Gorbachov que la
OTAN no se extendería a Alemania oriental, y que desde luego no llegaría más al
oriente.
También le aseguró al mandatario
soviético que la organización se transformaría en un ente más político.
Gorbachov propuso también una zona libre de armas nucleares desde el Ártico al
Mar Negro, un paso hacia una zona de paz que eliminara cualquier amenaza a Europa
occidental u oriental. Tal propuesta se pasó por alto sin consideración alguna.
Poco después llegó Bill Clinton al cargo. Muy pronto se desvanecieron los
compromisos de Washington. No es necesario abundar sobre la promesa de que la
OTAN se convertiría en un ente más político. Clinton expandió la organización
hacia el este, y Bush fue más allá. En apariencia Barack Obama intenta
continuar la expansión.
Un día antes del primer viaje de Barack
Obama a Rusia, su asistente especial en Seguridad Nacional y Asuntos
Eurasiáticos informó a la prensa: No vamos a dar seguridades a los rusos, ni a
darles ni intercambiar nada con ellos respecto de la expansión de la OTAN o la
defensa con misiles. Se refería a los programas de defensa con misiles
estadunidenses en Europa oriental y a la posibilidad de convertir en miembros
de la OTAN a dos vecinos de Rusia, Ucrania y Georgia. Ambos pasos eran vistos
por los analistas occidentales como serias amenazas a la seguridad rusa, por lo
que, de igual modo, podían inflamar las tensiones internacionales.
Ahora, la jurisdicción de la OTAN es
todavía más amplia. El asesor de Seguridad Nacional de Obama, el comandante de
Marina James Jones, hace llamados a que la organización se amplíe al sur y
también al este, de modo que se refuerce el control estadunidense sobre las
reservas energéticas de Medio Oriente. El general Jones también aboga por una
fuerza de respuesta de OTAN, que confiera a la alianza militar encabezada por
Estados Unidos mucho mayor capacidad y flexibilidad para efectuar acciones con
rapidez y en distancias muy largas, objetivo que ahora Washington se empeña en
lograr en Afganistán.
El secretario general de la OTAN, Jaap
de Hoop Scheffer, informó a la conferencia de la organización que las tropas de
la alianza tienen que custodiar los ductos de crudo y gas que van directamente
a Occidente y, de modo más general, proteger las rutas marinas utilizadas por
los buques cisternas y otras cruciales infraestructuras del sistema energético.
Dicha decisión expresa de forma más explícita las políticas posteriores a la
guerra fría: remodelar la OTAN para volverla una fuerza de intervención global
encabezada por Estados Unidos, cuya preocupación especial sea el control de los
energéticos.
Supuestamente, la tarea incluye la protección
de un ducto de 7 mil 600 millones de dólares que conduciría gas natural de
Turkmenistán a Pakistán e India, pasando por la provincia de Kandahar, en
Afganistán, donde están desplegadas las tropas canadienses. La meta es bloquear
la posibilidad de que un ducto alterno brinde a Pakistán e India gas procedente
de Irán, y disminuir la dominación rusa de las exportaciones energéticas de
Asia central, según informó la prensa canadiense, bosquejando con realismo
algunos de los contornos del nuevo gran juego en el que la fuerza de
intervencióninternacional encabezada
por Estados Unidos va a ser un jugador principal.
Desde los primeros días posteriores a
la guerra fría, se entendía que Europa occidental podría optar por un curso
independiente, tal vez con una visión gaullista de Europa, del Atlántico a los
Urales. En este caso el problema no es un virus que pueda diseminar el
contagio, sino una pandemia que podría desmantelar todo el sistema de control
global. Se supone que, al menos en parte, la OTAN intenta contrarrestar esa
seria amenaza. La expansión actual de la alianza, y los ambiciosos objetivos de
la nueva organización, dan nuevo empuje a esos fines.
Los acontecimientos continúan
atravesando el momento unipolar, adhiriéndose bien a los principios que rigen
los asuntos internacionales.
Más en específico, las políticas se conforman muy cerca de las doctrinas del orden
mundial formuladas por los planificadores estadounidenses de alto nivel durante
la Segunda Guerra Mundial. A partir de 1939, reconocieron que, fuera cual fuese
el resultado de la guerra, Estados Unidos se convertiría en una potencia global
y desplazaría a Gran Bretaña.
En concordancia, desarrollaron planes
para que Estados Unidos ejerciera control sobre una porción sustancial del
planeta. Esta gran área, como le llaman, habría de comprender por lo menos el
hemisferio occidental, el antiguo imperio británico, el Lejano Oriente y los
recursos energéticos de Asia occidental. En esta gran área, Estados Unidos
habría de mantener un poder incuestionable, una supremacía militar y económica,
y actuaría para garantizar los límites de cualquier ejercicio de soberanía por
parte de estados que pudieran interferir con sus designios globales.
Al principio los planificadores
pensaron que Alemania predominaría en Europa, pero conforme Rusia comenzó a
demoler la Wermacht (las fuerzas armadas nazis), la visión se hizo más y más
expansiva, y se buscó que la gran área incorporara la mayor extensión de
Eurasia que fuera posible, por lo menos Europa occidental, el corazón económico
de Eurasia.
Se desarrollaron planes detallados y
racionales para la organización global, y a cada región se le asignó lo que se
le llamó su función. Al Sur en general se le asignó un papel de servicio:
proporcionar recursos, mano de obra barata, mercados, oportunidades de
inversión y más tarde otros servicios, tales como recibir la exportación de
desperdicios y contaminación. En ese entonces, Estados Unidos no estaba tan
interesado en África, así que la pasó a Europa para que explotara su
reconstrucción a partir de la destrucción de la guerra. Uno podría imaginar
relaciones diferentes entre África y Europa a la luz de la historia, pero no se
tuvieron en cuenta.
En contraste, se reconoció que las
reservas de petróleo de Medio Oriente eran una estupenda fuente de poder
estratégico y uno de los premios materiales más grandes en la historia del mundo:
la más importante de las áreas estratégicas del mundo, para ponerlo en palabras
de Eisenhower. Y los planificadores se daban cuenta de que el control del crudo
de Medio Oriente proporcionaría a Estados Unidos el control sustancial del
mundo.
Quienes consideran significativas las
continuidades de la historia tal vez recuerden que los planificadores de Truman
hacían eco de las doctrinas de los demócratas jacksonianos al momento de la
anexión de Texas y de la conquista de medio México, un siglo antes. Tales
predecesores anticiparon que las conquistas proporcionarían a Estados Unidos un
virtual monopolio del algodón, el combustible de la primera revolución
industrial: Ese monopolio, ahora asegurado, pone a todas las naciones a
nuestros pies, declaró el presidente Tyler. En esa forma, Estados Unidos podría
esquivar el disuasivo británico, el mayor problema de esa época, y ganar
influencia internacionalsin
precedente.
Concepciones semejantes guiaron a
Washington en su política petrolera. De acuerdo con ella –explicaba el Consejo
de Seguridad Nacional de Eisenhower–, Estados Unidos debe respaldar regímenes
rudos y brutales y bloquear la democracia y el desarrollo, aunque eso provoque
una campaña de odio contra nosotros, como observó el presidente Eisenhower 50
años antes de que George W. Bush preguntara en tono plañidero por qué nos odian
y concluyera que debía ser porque odiaban nuestra libertad.
Con respecto a América Latina, los
planificadores posteriores a la Segunda Guerra Mundial concluyeron que la
primera amenaza a los intereses estadounidenses la representan los regímenes
radicales y nacionalistas que apelan a las masas de población y buscan
satisfacer la demanda popular de mejoramiento inmediato de los bajos estándares
de vida de las masas y el desarrollo a favor de las necesidades internas del
país.
Estas tendencias entran en conflicto
con las demanda de un clima económico y político que propicie la inversión
privada, con la adecuada repatriación de las ganancias y la protección de
nuestras materias primas. Gran parte de la historia subsiguiente fluye de estas
concepciones que nadie cuestiona.
TLC, cura
recomendada
En el caso especial de México, el
taller de desarrollo de estrategias para América Latina, celebrado en el
Pentágono en 1990, halló que las relaciones Estados Unidos-México eran
extraordinariamente positivas, y que no las perturbaba ni el robo de
elecciones, ni la violencia de Estado, ni la tortura o el escandaloso trato
dado o obreros y campesinos, ni otros detalles menores.
Los participantes en el taller sí
vieron una nube en el horizonte: la amenaza de “una ‘apertura a la democracia’
en México”, la cual, temían, podría poner en el cargo a un gobierno más
interesado en desafiar a Estados Unidos sobre bases económicas y nacionalistas.
La cura recomendada fue un tratado
Estados Unidos-México que encerrara al vecino en su interior y proponerle las
reformas neoliberales de la década de 1980, que ataran de manos a los actuales
y futuros gobiernos mexicanos en materia de políticas económicas.
En resumen, el TLCAN, impuesto
puntualmente por el Poder Ejecutivo en oposición a la voluntad popular.
Y al momento en que el TLCAN entraba en
vigor, en 1994, el presidente Clinton instituía también la Operación Guardián,
que militarizó la frontera mexicana.
Él la explicó así: no entregaremos
nuestras fronteras a quienes desean explotar nuestra historia de compasión y
justicia.
No mencionó nada acerca de la compasión
y la justicia que inspiraron la imposición de tales fronteras, ni explicó cómo
el gran sacerdote de la globalización neoliberal entendía la observación de
Adam Smith de que la libre circulación de mano de obra es la piedra fundacional
del libre comercio.
La elección del tiempo para implantar
la Operación Guardián no fue para nada accidental.
Los analistas racionales anticiparon
que abrir México a una avalancha de exportaciones agroindustriales altamente
subsidiadas tarde o temprano socavaría la agricultura mexicana, y que las
empresas mexicanas no aguantarían la competencia con las enormes corporaciones
apoyadas por el Estado que, conforme al tratado, deberían operar libremente en
México.
Una consecuencia probable sería la
huída de muchas personas a Estados Unidos junto con quienes huyen de los países
de Centroamérica, arrasados por el terrorismo reaganita. La militarización de
la frontera fue un remedio natural.
En Estados Unidos las agroempresas, la
construcción y otras industrias descansan sustancialmente en ellos, y ellos
contribuyen a la riqueza de las comunidades en que residen.
Por otra parte, despiertan
tradicionales sentimientos antimigrantes, persistente y extraño rasgo en esta
sociedad de migrantes que arrastra una historia de vergonzoso trato hacia
ellos.
Hace pocas semanas, los hermanos
Kennedy fueron vitoreados como héroes estadounidenses.
Pero a fines del siglo XIX los letreros
de ni perros ni irlandeses no los habrían dejado entrar a los restaurantes de
Boston. Hoy los emprendedores asiáticos son una fulgurante innovación en el
sector de alta tecnología.
Hace un siglo, acciones racistas de
exclusión impedían el acceso de asiáticos, porque se les consideraba amenazas a
la pureza de la sociedad estadounidense.
Sean cuales fueren la historia y las
realidades económicas, los inmigrantes han sido siempre percibidos por los
pobres y los trabajadores como una amenaza a sus empleos, sus modos de vida y
su subsistencia.
Es importante tener en cuenta que la
gente que hoy protesta con furia ha recibido agravios reales.
Es víctima de los programas de manejo
financiero de la economía y de globalización neoliberal, diseñados para
transferir la producción hacia fuera y poner a los trabajadores a competir unos
con otros a escala mundial, bajando los salarios y las prestaciones, mientras
se protege de las fuerzas del mercado a los profesionales con estudios.
Los efectos han sido severos desde los
años de Reagan, y con frecuencia se manifiestan de modos feos y extremos, como
muestran las primeras planas de los diarios en los días que corren.
Los dos partidos políticos compiten por
ver cuál de ellos puede proclamar en forma más ferviente su dedicación a la
sádica doctrina de que se debe negar la atención a la salud a los extranjeros
ilegales.
Su postura es consistente con el
principio, establecido por la Suprema Corte, de que, de acuerdo con la ley,
esas criaturas no son personas, y por tanto no son sujetos de los derechos
concedidos a las personas.
En este mismo momento la Suprema Corte
considera la cuestión de si las corporaciones deben poder comprar elecciones
abiertamente en lugar de hacerlo de modos más indirectos: asunto constitucional
complejo, porque las cortes han determinado que, a diferencia de los
inmigrantes indocumentados, las corporaciones son personas reales, de acuerdo
con la ley, y así, de hecho, tienen derechos que rebasan los de las personas de
carne y hueso, incluidos los derechos consagrados por los tan mal nombrados
acuerdos de libre comercio.
Estas reveladoras coincidencias no me
provocan comentario alguno. La ley es en verdad un asunto solemne y majestuoso.
El espectro de la planificación es
estrecho, pero permite alguna variación.
El gobierno de Bush II fue tan lejos,
que llegó al extremo del militarismo agresivo y ejerció un arrogante desprecio,
inclusive hacia sus aliados.
Fue condenado duramente por estas
prácticas, aun dentro de las corrientes principales de opinión.
El segundo periodo de Bush fue más
moderado. Algunas de sus figuras más extremistas fueron expulsadas: Rumsfeld,
Wolfowitz, Douglas Feith y otros.
A Cheney no lo pudieron quitar porque
él era la administración.
Las políticas comenzaron a retornar más
hacia la norma.
Al llegar Obama al cargo, Condoleeza
Rice predecía que seguiría las políticas del segundo periodo de Bush, y eso es
en gran medida lo que ha ocurrido, más allá del estilo retórico diferente, que
parece haber encantado a buena parte del mundo… tal vez por el descanso que
significa que Bush se haya ido.
En el punto más candente de la crisis
de los misiles cubanos, un asesor de alto rango del gobierno de Kennedy expresó
muy bien algo que hoy es una diferencia básica entre George Bush y Barack
Obama.
Los planificadores de Kennedy tomaban
decisiones que literalmente amenazaban a Gran Bretaña con la aniquilación, pero
sin informar a los británicos.
En ese punto, el asesor definió la
relación especial con el Reino Unido. “Gran Bretaña –dijo– es nuestro teniente”;
el término más de moda hoy sería socio. Gran Bretaña, por supuesto, prefiere el
término en boga.
Bush y sus cohortes se dirigían al
mundo tratando a todos como nuestros tenientes.
Así, al anunciar la invasión de Irak,
informaron a Naciones Unidas que podía obedecer las órdenes estadounidenses, o
volverse irrelevante. Es natural que una desvergonzada arrogancia así levante
hostilidades.
Obama adopta un curso de acción
diferente.
Con afabilidad saluda a los líderes y
pueblos del mundo como socios y únicamente en privado continúa tratándolos como
tenientes, como subordinados.
Los líderes extranjeros prefieren con
mucho esta postura, y el público en ocasiones queda hipnotizado por ella. Pero
es sabio atender a los hechos, y no a la retórica o a las conductas
agradables.
Porque es común que los hechos cuenten
una historia diferente. En este caso también.
Tecnología de la
destrucción
El actual sistema mundial permanece
unipolar en una sola dimensión: el ámbito de la fuerza.
Estados Unidos gasta casi lo mismo que
el resto del mundo junto en fuerza militar, y está mucho más avanzado en la
tecnología de la destrucción.
Está solo también en la posesión de
cientos de bases militares por todo el mundo, y en la ocupación de dos países
situados en cruciales regiones productoras de energéticos.
En estas regiones está estableciendo,
además, enormes megaembajadas; cada una de ellas es en realidad es una ciudad
dentro de otra: clara indicación de futuras intenciones.
En Bagdad se calcula que los costos de
la megaembajada asciendan de mil 500 millones de dólares este año a mil 800
millones en los años venideros.
Se desconocen los costos de sus
contrapartes en Pakistán y Afganistán, como también se desconoce el destino de
las enormes bases militares que Estados Unidos instaló en Irak.
El sistema global de bases se comienza
a extender ahora por América Latina. Estados Unidos ha sido expulsado de sus
bases en Sudamérica; el caso más reciente es el de la base de Manta, en
Ecuador, pero recientemente logró arreglos para utilizar siete nuevas bases
militares en Colombia, y se supone que intenta mantener la base de Palmerola,
en Honduras, que jugó un papel central en las guerras terroristas de Reagan.
La Cuarta Flota estadounidense,
desbandada en los años 50 del siglo XX, fue reactivada en 2008, poco después de
la invasión colombiana a Ecuador.
Su responsabilidad cubre el Caribe,
Centro y Sudamérica, y las aguas circundantes.
La Marina incluye, entre sus
variadas operaciones, acciones contra el tráfico ilícito, maniobras simuladas
de cooperación en seguridad, interacciones ejército-ejército y entrenamiento
bilateral y multilateral.
Es entendible que la reactivación de la
flota provoque protestas y preocupación de gobiernos como el de Brasil, el de
Venezuela y otros.
La preocupación de los sudamericanos se
ha incrementado por un documento de abril de 2009, producido por el comando de
movilidad aérea estadounidense (US Air Mobility Command), que propone que la
base de Palanquero, en Colombia, pueda convertirse en el sitio de seguridad
cooperativa desde el cual puedan ejecutarse operaciones de movilidad.
El informe anota que, desde Palanquero,
casi medio continente puede ser cubierto con un C-17 (un aerotransporte
militar) sin recargar combustible.
Esto podría formar parte de una
estrategia global en ruta, que ayude a lograr una estrategia regional de
combate y con la movilidad de los trayectos hacia África.
Por ahora, la estrategia para situar la
base en Palanquero debe ser suficiente para fijar el alcance de la movilidad
aérea en el continente sudamericano, concluye el documento, pero prosigue
explorando opciones para extender el sistema a África con bases adicionales,
todo como parte de un sistema global de vigilancia, control e intervención.
Estos planes forman parte de una
política más general de militarización de América Latina.
El entrenamiento de oficiales
latinoamericanos se ha incrementado abruptamente en los últimos 10 años, mucho
más allá de los niveles de la guerra fría.
La policía es entrenada en tácticas de
infantería ligera. Su misión es combatir pandillas de jóvenes y populismo
radical, término este último que debe de entenderse muy bien en América Latina.
El pretexto es la guerra contra las
drogas, pero es difícil tomar eso muy en serio, aun si aceptáramos la
extraordinaria suposición de que Estados Unidos tiene derecho a encabezar una
guerra en tierras extranjeras.
Las razones son bien conocidas, y
fueron expresadas una vez más a fines de febrero por la Comisión
Latinoamericana sobre Drogas y Democracia, encabezada por los ex presidentes
Cardoso, Zedillo y Gaviria.
Su informe concluye que la guerra al
narcotráfico ha sido un fracaso total y demanda un drástico cambio de política,
que se aleje de las medidas de fuerza en los ámbitos interno y externo e
intente medidas menos costosas y más efectivas.
Los estudios llevados a cabo por el
gobierno estadounidense, y otras investigaciones, han mostrado que la forma más
efectiva y menos costosa de controlar el uso de drogas es la prevención, el
tratamiento y la educación.
Han mostrado además que los métodos más
costosos y menos eficaces son las operaciones fuera del propio país, tales como
las fumigaciones y la persecución violenta.
El hecho de que se privilegien
consistentemente los métodos menos eficaces y más costosos sobre los mejores es
suficiente para mostrarnos que los objetivos de la guerra contra las drogas no
son los que se anuncian.
Para determinar los objetivos reales,
podemos adoptar el principio jurídico de que las consecuencias previsibles
constituyen prueba de la intención.
Y las consecuencias no son oscuras:
subyace en los programas una contrainsurgencia en el extranjero y una forma de
limpieza social en lo interno, enviando enormes números de personas superfluas,
casi todas hombres negros, a las penitenciarías, fenómeno que condujo ya a la
tasa de encarcelamiento más alta del mundo, por mucho, desde que se iniciaron
los programas, hace 30 años.
Aunque el mundo es unipolar en la
dimensión militar, no siempre ha sido así en la dimensión económica.
A principios de la década de 1970, el
mundo se había vuelto económicamente tripolar, con centros comparables en
Norteamérica, Europa y el noreste asiático.
Ahora la economía global se ha vuelto
aún más diversa, en particular tras el rápido crecimiento de las economías
asiáticas que desafiaron las reglas del neoliberal Consenso de Washington.
También América Latina comienza a
liberarse por sí sola de este yugo.
Los esfuerzos estadounidenses por
militarizarla son una respuesta a estos procesos, particularmente en
Sudamérica, la cual por vez primera desde las conquistas europeas comienza a
enfrentar los problemas fundamentales que han plagado el continente.
He ahí el inicio de movimientos
encaminados a la integración de países que tradicionalmente se orientaban hacia
Occidente, no uno hacia el otro, y también un impulso por diversificar las
relaciones económicas y otras relaciones internacionales.
Están también, por último, algunos
esfuerzos serios por dar respuesta a la patología latinoamericana de que son
los estrechos sectores acaudalados los que gobiernan en medio de un mar de
miseria, quedando los ricos libres de responsabilidades, excepto la de
enriquecerse a sí mismos.
Esto último es muy diferente de Asia
oriental, como se puede medir observando la fuga de capitales. En Asia oriental
tales fugas se han controlado con mucha fuerza.
En Corea del Sur, por ejemplo, durante
su periodo de rápido crecimiento, la exportación de capitales podía acarrear la
pena de muerte.
Estos procesos en América Latina, en
ocasiones encabezados por impresionantes movimientos populares de masas, son de
gran significación.
No es sorpresivo que provoquen amargas
reacciones entre las elites tradicionales, respaldadas por la superpotencia
hemisférica.
Las barreras son formidables, pero, si
logran remontarse, los resultados van a cambiar en forma significativa el curso
de la historia latinoamericana, y sus impactos más allá de ella no serán
pequeños.
Traducción: Ramón Vera Herrera Fuente: La Jornada
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