He anticipado que todos vosotros seríais capaces de llevar a cabo con éxito esta prueba porque compartimos algo muy importante, pero desapercibido en nuestra vida cotidiana: la capacidad inconsciente por la que controlamos posición y movimiento de cada parte de nuestro cuerpo con total precisión, denominada propiocepción. Se trata de un sentido másque trabaja en la sombra, totalmente inadvertido para nosotros, puesto que muy rara vez falla, a diferencia de otros más evidentes como la vista o el oído, que se encargan de percibir el mundo exterior.
No obstante, sí existen casos documentados de fallos del sistema propioceptivo. En El hombre que confundió a su mujer con un sombrero, el neurólogo Oliver Sacks cuenta la historia de Christina, una joven de veintisiete años. Un día, se descubrió que tenía piedras en la vesícula e ingresó en el hospital para ser operada. Tres días antes de la operación, fue sometida al régimen de antibióticos habitual y, un día antes de la operación, tuvo un sueño inquietante: se tambaleaba, no era capaz de sostenerse de pie, todo se le caía.
Pero luego, aquel mismo día, el sueño se hizo realidad. Christina se encontró con que era incapaz de mantenerse en pie, sus movimientos eran torpes e involuntarios, se le caían las cosas de las manos.
[...] el día de la operación Christina estaba peor aún. No podía mantenerse en pie… salvo que mirase hacia abajo, hacia los pies. No podía sostener nada en las manos, y estas «vagaban»… salvo que mantuviese la vista fija en ellas. Cuando extendía una mano para coger algo, o intentaba llevarse los alimentos a la boca, las manos se equivocaban, se quedaban cortas o se desviaban descabelladamente, como si hubiese desaparecido cierta coordinación o control esencial.
Apenas podía mantenerse incorporada… el cuerpo «cedía». La expresión era extrañamente vacua, inerte, la boca abierta, hasta la postura vocal había desaparecido.
La función sensorial de Christina estaba fallando de una manera que no podemos siquiera llegar a imaginar: había perdido completamente la propiocepción. Ella describía cómo perdíasus extremidades: pensaba que estaban en un sitio, pero luego resultaban estar en otro. Todo esto se debió a una inflamación aguda que había lesionado las raíces sensitivas de los nervios craneales y espinales. La inflamación acabó cediendo, pero Christina nunca recuperó las funciones perdidas. A partir de aquel día, tuvo que aprender su propio cuerpo y dirigir todos sus movimientos ayudada de la vista.
Volviendo al sistema propioceptivo, su funcionamiento es posible gracias a que tenemos sensores instalados por todo el cuerpo. Como sabréis, contamos con el sistema nervioso central, compuesto por el encéfalo y la médula espinal, y el sistema nervioso periférico, compuesto por una extensa red de tentáculos (axones de las neuronas implicadas) que surgen del anterior y se extienden hasta el rincón más recóndito de nuestro cuerpo.
Pero lo más fascinante de estos tentáculos es que están, de alguna manera, etiquetados. Esto es, durante el desarrollo embrionario, cada uno de estos nervios crece atraído químicamente exactamente hacia el lugar que le corresponde. En Evolución, Richard Dawkins cuenta un experimento que ilustra maravillosamente este hecho realizado por el neurofisiólogo y premio Nobel Roger Sperry:
Sperry y un colega tomaron un renacuajo y le extirparon un pequeño cuadrado de la piel de la espalda. Luego extrajeron otro cuadrado del mismo tamaño de la barriga. Después reimplantaron los dos cuadrados, pero cada uno en el lugar del otro: la piel de la barriga fue implantada en la espalda y la piel de la espalda en la barriga. Cuando el renacuajo se convirtió en rana, el resultado fue muy bonito, como suelen ser los resultados en embriología: era claramente visible un «sello de correos» —la piel blanca de la barriga— en medio de la espalda y otro —la piel negra y moteada de la espalda— en medio de la barriga blanca. Y ahora el tema central de la historia.
El tema central de la historia es que, cuando rozaban el sello de la espalda de la rana con un pelo, la rana se rascaba la barriga. De la misma forma, si era el sello de la barriga el rozado, la rana se rascaba la espalda. Como ejemplifica el propio Dawkins, si una mosca hubiese recorrido la espalda de aquella rana, esta hubiera sentido cómo de repente, mágica e instantáneamente, la mosca pasaba a estar en su barriga para más tarde aparecer en lo alto de su espalda, de nuevo mágica e instantáneamente.
Esto es posible debido a que los nervios implicados crecieron hacia el pedazo de piel que les correspondía por atracción química, sin importar dónde se encontraba. El encéfalo sabe perfectamente, sin necesidad de aprenderlo, que un nervio en concreto se corresponde con una zona específica de la espalda y, como generalmente todo está donde debe estar, sentimos perfectamente nuestro cuerpo.
Lo que tenemos ante nosotros en el experimento de la rana no es otra cosa que una ilusión propioceptiva, del estilo de las famosas ilusiones auditivas y sonoras, solo que algo más sádica ciertamente. Y para lograrla, Sperry y su colega tuvieron que llegar al extremo de intervenir durante el desarrollo embrionario de aquel renacuajo. El sentido de uno mismo es tan robusto, un fallo en el mismo es tan extremadamente raro, que, a diferencia de alguien que pierde la vista, Christina no solo no disponía de ningún término asignado a su discapacidad —como el ciego—, sino que no era capaz siquiera de describir qué le sucedía. (Naukas)
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